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Casas y Ciclos

Mi primer casa era un chalecito típico de Punta del Este. Tenía techo plano, paredes de ladrillo, y enormes ventanales. Allí viví hasta los 6 años, y recuerdo detalles del lugar con mucha precisión. Como el dibujo de unas cerámicas, o la estufa con “piedra laja” colocadas en forma de libro.

Luego de una serie de profundos cambios en la dinámica laboral de mi papá, nos mudamos a la casa de mi familia paterna en la ciudad de Aiguá. Un caserón colonial, con zaguán y patio central, techos muy altos y un galpón lleno de cajones de duraznos. Recuerdo esa mudanza y como cargábamos en el jeep de mi papá miles de cosas, incluido nuestro perro.

A los 12 años volvimos a Maldonado luego de la muerte de mi mamá y vivimos un tiempo en la casa de vacaciones de mis abuelos maternos. Una casa con un talud muy alto y escaleras de piedra. Altos techos a la porteña, desniveles y mucho jardín. En esa casa recuerdo practicar la pesca entre pinos, e intentar no estar tan triste.

Durante mi adolescencia nos terminamos instalando en un apartamento con “amenities”. Incluía: una escalera caracol que subía al cielo y un ascensor mágico que me llevaba a la casa de mi mejor amiga. Mi hogar se extendía al resto del edificio y sus servicios, la casa de Lore y las milanesas de su madre. Allí pasábamos los días disfrutando de sol y la amistad.

Cada casa formó parte de un ciclos de intenso crecimiento. Cada casa me contuvo. Hubieron casa felices, acogedoras y luminosas. Otras, húmedas y tristes, con manchas de humedad, llenas de lágrimas y llanto. Durante muchos años un pequeño apartamento fue un gran hogar, mientras que en una casas enormes me sentí terriblemente sola.

Cada casa, está asociada a una etapa, un ciclo. Cada mudanza, marcó un final y un inicio. Cada espacio me contuvo, me acompaño, y formó parte de mi mundo y mis vivencias.